Sanfermines (II)

Continuando con la vida de los Sanfermines de nuestra infancia hemos llegado a los festejos de la tarde, y el primero es: la corrida de toros.

La corrida comenzaba a las 5. La mamá, la yaya y yo nos entreteníamos viendo desde el balcón de la calle Olite la entrada a los toros: los mozos de los tendidos de sol con sus cazuelas de ajoarriero y sus cubos con vino y gaseosa, y la gente guapa de sombra, bien vestida y elegante. Una vez que comenzaba la corrida oíamos los olés, los abucheos, los clarines y observábamos en lo más alto de la torre de los Escolapios cómo algunos de ellos desde aquella altura de vértigo veían los toros.

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Las Peñas. Acabados los toros salían por el callejón de la Plaza de toros Las Peñas. Recuerdo algunos nombres: Los del Bronce, Anaitasuna, Mutiko y muchas más, cada una con su banda de música y su gran pancarta blanca en la que se realizaban dibujos alusivos a alguno de los temas que habían sido polémicos en la ciudad a lo largo del año.

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Los mozos bailaban incansablemente pasando por la Plaza el Castillo, el entonces Paseo Valencia hasta por fin llegar cada Peña a su local. Nosotros, mujeres y niños fundamentalmente, desde la acera les veíamos pasar como quien ve una procesión. Reíamos con las ocurrencias de los mozos que además cada año ponían de moda una canción que podía ir desde » la Mari Carmen no sabe coser…» hasta «un rayo de sol». Las chicas no bailaban en las Peñas en aquel entonces.

Hoy en día las Peñas, en teoría, repiten el mismo recorrido, los mismos usos, exceptuando la incorporación de las mujeres y que la masificación es tal que ya nadie espera pacientemente en la acera, tampoco hay sitio, y el aluvión de mozos y forasteros es tan grande que casi se hace imposible el baile.

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Los Caballitos. Los niños llamábamos Caballitos a lo que todo el mundo en Pamplona conoce por Las Barracas, es decir, las atracciones de feria. No logro recordar dónde se colocaban entonces. Desde luego nada de curvas y saltos vertiginosos, lo más emocionante que había era la Noria, en la que no nos montaban, y el Balancín, en el que tampoco.

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Nuestra atracción era la que llamábamos «las olas». Nos metíamos en unas grandes tazas que giraban sobre si mismas y cuando la atracción comenzaba a funcionar subías y bajabas en un movimiento como de «ola».

Nos llevaban los papás, montábamos en alguna atracción y luego nos compraban los churros o el algodón rosa de azúcar o la manzana colorada y a mirar con ojos grandes el Tira Pichón, los Autos de Choque o la Cueva del Terror.

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Los Fuegos artificiales. Se tiraban en la Plaza el Castillo. Recuerdo las tracas fijas multicolores, suficientes para que los niños sintiéramos al mismo tiempo miedo y admiración. Nada que ver con las grandes demostraciones pirotécnicas que posteriormente he visto en Donosti o en la Ciudadela. Con aquellas humildes tracas los niños eramos igualmente felices.

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En resumen en los Sanfermines de los años 50 y 60 eramos los de casa, los forasteros y los extranjeros. Nada de camping a tope, ni locura de coches, ni accidentes en la Ciudadela o en la fuente de la Navarrería. La única «perdición» que se comentaba entonces era que a los nueve meses de Sanfermines nacían los Sanferminicos. Sin comentarios.

Vamos, que en los Sanfermines de aquellos años corrían los mozos, el vino, la alegría, los Kilikis, los niños y los toros. Lo que no corría, excepto en manos de los extranjeros, era el dinero porque los pamplonicas se mantenían aún en una economía de subsistencia. Las cosas empezaron a cambiar en los 80.

Viví muchos años alejada de los Sanfermines y volví a retomarlos cuando mis hijos eran pequeños y entonces punto por punto repetí con ellos lo que yo de niña había vivido.

La indumentaria blanca, el pañuelico y la faja. Un día al encierro, todos los días, a ser posible, a los Gigantes. Veíamos los fuegos desde casa.

Cuando les llevábamos a las Barracas (Caballitos) ya no eramos tan estrictos como habían sido mis padres, así que empezaban en el tren Chu-chu, seguía la noria infantil, los autos de choque… Se montaban en todo lo que querían y había globo, helado, algodón de azúcar y vuelta a casa.

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Espero poder enseñar las maravillas de San Fermín a mis nietos, si los hay.

 

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